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domingo, 20 de enero de 2013

Sobre "La cinta blanca", de Michael Haneke



"Habrá que buscar una jaula para el herido", le dice el pastor (de almas) a uno de sus hijos en esta película. Y aunque el herido sea un pájaro y lo tenga en sus manos un niño con una de las caras más entrañables que ha dado el cine, la frase provoca la paradójica por lenta sacudida propia de la obra de este autor. Es el punto final de una escena que se ha desarrollado con ese regusto turbio de Haneke que se toma su tiempo en las papilas y acaba, como no podía ser de otra manera, en el estómago: el páter familias ha adoctrinado a su hijo, con tempo de sermón, sobre el imperativo de la cautividad desde el origen para que esté, digamos, legitimada. Avícolamente hablando, se supone.


“La cinta blanca” cuenta los extraños acontecimientos que tienen lugar en un pueblo alemán en la época inmediatamente anterior a la I Guerra Mundial (el asesinato del príncipe de Sarajevo tiene lugar prácticamente al final de la película): una serie de acciones violentas que conforme se suceden toman la apariencia de castigo ritual, desconcertando a los vecinos del pueblo. A partir de estos hechos se nos intenta mostrar la atmósfera que reinaba en Alemania cuando los que estarían en la veintena o la treintena  en el estallido de la IIGM, habiendo crecido a la par que el ascenso nazi, eran solo unos niños o adolescentes. Haneke, retrotrayéndose unos años, deja de lado las consecuencias de las exacerbadas condiciones económicas impuestas por la Paz de Versalles, la desesperación del desempleo, la inflación, el hambre, en el pueblo alemán, así como los sentimientos de exaltación teutona salvadora que surgieron a la par y nos muestra otro factor –no excluyente- como posible factor de los acontecimientos futuros: el clima asfixiante, la opresión –sexual, religiosa, económica, la que se les ocurra- que vivieron en la etapa más maleable los que después serían asesinos, cómplices, delatores, entes silentes o incluso detractores y víctimas.


Y es que, por desconcertante que nos parezca, por inimaginable que se nos antoje, los nazis no salieron del útero materno con metro ochenta, esvástica y abrigo gris: fueron bebés, niños quizás abrazables –hay de todo-, lo que ilustra con una perfección sarcástica –aunque cuenta con más lecturas- el poema “Primera fotografía de Hitler” de la fallecida escritora polaca Wislawa Szymborska, premio Nobel de Literatura en 1996, del que les dejo aquí unos versos para ilustrar la crítica y, de paso, homenajear a una de las mejores poetas del siglo XX (y del XXI, aunque fuera por poco tiempo):


¿Y quién es este niño con su camisita?
Pero ¡si es Adolfito, el hijo de los Hitler!
¿Tal vez llegue a ser un doctor en leyes?
¿O quizá tenor en la ópera de Viena?
¿De quién es esta manita, de quién la orejita, el ojito, la naricita?
(...)

Antes del parto, su madre tuvo un sueño profético:
ver una paloma en sueños, será una buena noticia;
capturarla, llegará un visitante largamente esperado.
Toc, toc, quién es, así late el corazón de Adolfito.



Sin embargo, como ha señalado el cineasta –y su cinta le da la razón – limitarse a una posible explicación o ingrediente para el caldo de cultivo del nazismo nos pondría en la misma posición que las mulas (por lo de tirar de frente -la comparación es mía-). Entornos similares han existido en otros lugares con parecidas consecuencias (de núcleos de población de diferentes tallas a familias monoparentales o parejas) y, teniendo en cuenta la filmografía del director, no puede obviarse que esta película es otro cuestionamiento sobre el ejercicio de la violencia: en otros casos, como en “Funny Games”, se suponía, y subrayo el suponía, que era gratuita y nacía de la nada. Aquí se busca explícitamente su origen y razón –que no justificación, no se asusten-, teniendo muy en cuenta los peligros del adoctrinamiento que persigue un ideal como absoluto. Ampliando el círculo, podríamos decir que el cine de Haneke nos habla sobre aquello que hemos tenido a bien llamar el mal. ¿Qué ahora le toca a los nazis? Perfecto, al diablo le sienta bien el traje.


Cuenta el cineasta, para su propósito, con una baza que sirve tanto para atraer público al cine como para plantearse unas cuantas preguntas (lo que alejará a los buscadores de morbo en bruto): el desasosiego y atracción que produce la maldad infantil, el niño como posible sospechoso, del que ya se ha aprovechado largamente el séptimo arte. Posee esta película escenas que recuerdan –fuera el propósito del director o no- desde a la infante angelical de “La mala semilla” –que operaba en solitario-, pasando por cintas de serie B como “Los chicos del maíz” – quienes compartían con los hanekianos la obediencia a un plan divino y la cercanía a las bíblicas cosechas (las escenas con sombras infantiles y amenazadoras tras las ventanas parecen un tributo directo), el terror patrio de nuestro Narciso en “¿Quién puede matar a un niño?" –con niños insulares que pretendían vengarse del mal que los adultos habían producido a “su especie” durante siglos-, y, sobre todo, por el parecido genético, a esos albinos de ojos claros de “El pueblo de los malditos”, aunque en “La cinta blanca” la inocencia de padres y otros adultos, su calificación de víctimas, no es aplicable, y el mal es un terráqueo, no tiene ningún componente alienígena.


Quedan, fuera del cine, pero dentro de este contexto y con mucha más enjundia y mayor surtido de matices, esos niños orwellianos que vigilaban las palabras que se escapaban del sueño de sus padres para delatarlos. Los perfectos “soldados”. Y aquí los adultos sí tenían algo que ver. Los niños de Haneke continúan esta estela –y no destripo nada, porque no van a ver una película que gire sobre “a ver quién es el malo”, el cine de este director no se suele basar en los “quiénes” –o se muestra claramente o se insinúa con poco lugar a equívocos durante los primeros minutos de metraje-, sino en “cómo” y en “porqué”. Y si me apuran hasta en “cuánto” (¿quién no lo ha pensado viendo “Funny Games”?; aquí también pueden preguntárselo).


La causa de esa fascinación y ese pánico producidos en el espectador por la maldad infantil, en un momento en que los sobados lugares comunes de la infancia –la etapa más feliz e inocente de la vida- han sido derrocados por el psicoanálisis y, si no se quiere recurrir a éste, por la experiencia y el sentido común, e incluso se ha llegado al extremo opuesto de “es que los niños son muy crueles”, quizás resida en que aún nos sorprende que no hay algo de lo que estemos completamente a salvo, que puede con nosotros alguien sobre quien creíamos poder y además es creación nuestra, lo hemos tenido dentro de nosotros como ese nonato que intentaba asesinar a su madre desde el útero en la película del oscuramente divertido Chicho. Psicología o filosofía barata aparte (las mías), ustedes verán.


En cuanto a la factura técnica: nada que reprochar. Destacan, por un lado, las excelentes interpretaciones y dirección de actores (la poca intervención que Haneke se achaca en este menester se me antoja un hipócrita exhibicionismo de humildad, y si es cierto lo que dice y la mayor parte del mérito se debe a los actores, deberíamos secuestrarlos) y, una característica del cine de este autor: la ausencia de música “de fondo”: aparece solo cuando los personajes la producen, y esto no quiere decir que en su cine no tenga importancia –véase “La pianista”-, pero nunca como instrumento externo, en cierto modo tramposo y deshonesto: sin él, el sonido y el ruido de la vida se amplifica, como el roce rugoso de la pluma del pastor sobre el papel. Y, si no lo creen, prueben: fuera los hilos musicales, los CDs o la radio de los coches, nada de auriculares en el transporte público, frente al ordenador de la oficina o cuando corren, nada de precipitarse a por la música nada más entrar por la puerta de casa o despertarse por la mañana: realidad pura.


Podría únicamente reprochársele al director, desde el lado artesanal, cierto preciosismo en las tomas, acrecentado por la sugerente fotografía en blanco y negro, pero no es posible: no es una herramienta efectista, sino necesaria, pues se ha roto con el usual vínculo simbólico –al menos en lo que a Occidente se refiere – de la perfección, el ideal absoluto, la belleza máxima, asociada con el bien, con la bondad: y cuando el paisaje es más hermoso, la nieve cuaja más, la piel es más clara, limpia y tierna, más luce el sol o el blanco –la suma de colores o su ausencia, según sea luz o sea pigmento- es más puro, más se aproximan los nudillos a la puerta. Toc, toc.