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domingo, 14 de abril de 2013

LA VIDA COMO PASTRAFOLA o EL CONSUELO DE UN HOMBRE ES SU PANTUFLA

En su novela "El hijo de Gutemberg", Borja Delclaux se sirve de la historia de dos personajes en torno a unas pantuflas para indagar acerca de un posible sentido de la vida a través de la risa y el dolor. Dos conceptos no tan lejanos, como él escribió en su primer libro: " Todo aquel que ha sufrido una operación de estómago sabe lo que es decir: sólo duele cuando me río".

 

"Padre nuestro que estás en los cielos, ... quédate ahí". Así comienza la oración de Jacques Prévert que se reza en una de las reuniones Dadá de la novela y que bien podría haberse aplicado al conocer el fallecimiento de este prometedor autor en 2006, con tan solo cuarenta y ocho años y dos obras en el mercado. Este "Papaíto, déjanos en paz" -por expresarlo de un modo educado- marida perfectamente, en este literario caso, con el manido e hiperbólico "Siempre nos dejan los mejores". No es que uno desee que desaparezcan de este modo los menos talentosos, pero la calidad de la poca obra publicada -y filmada- de Borja Delclaux nos permitía jugar con inteligencia a los augures y esperanzarnos, en cuanto a la literatura española actual, respecto al desarrollo y buen trabajo de suertes sin trillar. No en vano fue el ganador del I Premio de Narrativa Lengua de Trapo -audaz y atinada editorial que no se arredra ante los riesgos de lo nuevo- con Picatostes y otros testos, obra de difícil si no imposible clasificación (mezcla de aforismos, máximas, recuerdos, reflexiones, etc.), que hizo que le emparentaran con una posmodernidad calibre Vila-Matas. En El hijo de Gutenberg, novela en toda regla, la originalidad no falta, sin embargo se amasa con otras artes distintas al amalgama de géneros.


 
"Nosotros nos quedaremos en la tierra, que es tan bonita", continúa la imprecación de Prévert. Puede pensarse que para aceptar esta parte de la blasfémica plegaria hace falta forzar las máquinas, meterle la quinta al mecanismo de negación, a la facultad de la ironía -o incluso del sarcasmo- o al grado de aceptación del mejor de los filósofos. O ser dadá, surrealista y/o estúpido. Quizás inteligente o quizás haya que cambiar el adjetivo "bonita" por uno no tan preciosista pero sí positivo o al menos esperanzador. O solo consolador. Estas posibilidades y otras, engañosas o aparentemente acertadas, por ese orden, se encuentran en la novela, donde no se busca tanto una imagen estética de la vida como cierto sentido. "ESCUCHO a alguien lamentarse de que la vida no tiene sentido, como si acabara de enterarse, como si fuese noticia" era uno de los picatostes del primer libro de Delclaux. Habrá, entonces, que construir ese sentido, o abandonar esa quimera y en vez de buscar un significado encontrar un valor -y afortunado sea el que lo haga-y perseguirlo por medio del sentido de las acciones, que se acercarán más a él nunca por medio de la mera razón sino mediante la intuición o el impulso, como en el caso de los protagonistas de la novela. Siempre de la mano de lo que la gran dama estadística calificaría como absurdo, y que en realidad puede resultar de lo más sensato.

 

Comulguemos o no con el espíritu de desenlace de la novela ante tal disyuntiva, lo que es seguro es que tanto en el desarrollo como en el fin queda un gran espacio abierto para la reflexión: ante unos únicamente en apariencia fáciles construcción y tratamiento, sin exhibiciones megalómanas de pretensiones de profundidad -lo que se agradece- se escarba en la llaga de palabras capitales: vida, muerte, consuelo, amor, amistad, arte, rebelión.

 

Para tan nobles fines Delclaux utiliza dos personajes lo más alejados posible de la épica: un administrador de fincas y un contable. Sería complicado encontrar dos profesiones  más retadoramente grises para construir una historia tan imaginativa como la que Delclaux, a partir de un material tan rutinario, consigue.

 

Estos personajes, que ya se conocen en el ámbito de sus trabajos oficiales, el de la seguridad y la cómoda modorra de las cifras que cuadran, se redescubren en un entorno insólito: una reunión Dadá que celebra la muerte del dadaísmo, la rebelión, el cuestionamiento de todo, incluso de Dadá. Y lo hacen a partir del momento en que ven al otro mirar algo que creían imposible que pudiera captar su atención: unas pantuflas. Estos seres con calcetines voluntariamente desparejados, con colores que ni siquiera combinan, se cruzan -pues Dadá es una vida sin paralelas-, y sin recurrir al ajado mito de las mitades que se buscan y al encontrarse se complementan, podría concluirse que dos enteros en latencia se reconocen, se contemplan como espejo o alter-ego -ocurre literalmente al principio de la narración- capaz de comprenderles y de suministrarles los elementos de los que carecen, o al menos ayudarles a encontrarlos, y gracias a ello pueden avanzar y encontrar un sentido - o un valor -al camino que cada había iniciado por su cuenta aunque sin saber por qué. "Cómo podríamos conocernos si no fuera por los otros", alguien, más o menos , dijo. Y uno de los personajes lo remarca: "Solo no entro, pero acompañado me crezco."

 

Para lograr sus fines Borja Delcraux se sirve magistralmente no sólo de sujetos sino de objetos en una sucesión de perfectos correlatos e incluso de intervenciones directas, como un hilarante pero significativo diálogo entre un par de pantuflas. Objetos, pues, con vida, en este Cascanueces para adultos con otras reminiscencias hoffmanianas ( un terrible hombre de arena en forma de linotipia) e incluso hebreas (un gólem nacido del metal) pero con visos de bondad o, al menos, con el cuestionamiento del teatro del absurdo, que trae a los monstruos a un nivel que no puede ser más real.

 

No cabe olvidar, por otro lado, el universo dadaísta que acontece explícita e implícitamente en la novela: ¿y qué es Dadá? Ni Tristan Tzara pudo -o quiso- definirlo, lo que la convierte, entre otras razones, en una buena imagen de la vida. Dadá no es nada. Dadá lo es todo. Dadá va contra todo, incluso contra Dadá. Es el replanteamiento continuo, lo mismo y su contrario. Es algo, desde luego, difícil de aprender y, lo que es muy relevante en esta novela: "la danza de los impotentes de la creación".

 

De este modo, con la seguridad de un ejecutor que necesita pocas balas, Borja Delclaux acierta con los recursos estrictamente necesarios, sin miras mayestáticas o efectistas, en esta novela prácticamente redonda, a la que se le puede reprochar muy poco: en los primeros diálogos entre los dos personajes protagonistas las intervenciones se confunden, la forma de expresarse no define los diferentes caracteres y, por otro lado, en la estructura en tres parte se asigna demasiada extensión a la segunda, correspondiente a la explicación de la vida de uno de los dos personajes, con lo que en conjunto parece que se le da más contundencia de la debida.

 

Al margen de esto, nos queda, en suma, una obra de alto nivel de un talento al que se le truncó la  posibilidad de alcanzar mayores cotas y que ya en su primer libro intuía dónde estaba: ""La vida es una pastrafola", leo en un grafitti del metro. No tengo ni idea de lo que significa, pero tengo la impresión de que por ahí van los tiros".

 

 

 

lunes, 7 de mayo de 2012

Cuanto más deprisa voy, más pequeña soy



Es de suponer que, cuando uno se acerca estadísticamente a la muerte, se encuentra cara a cara con una sesión de miedos y preguntas. Más aún si se está tan solo que teme que su cuerpo sea descubierto por el olor. Esto le ocurre a Mathea, en el presente viuda y siempre fóbica social, protagonista de esta fluida pero nada liviana novela.


  • Autora: Kjersti A. Skomsvold
  • Editorial: Lengua de Trapo
  • Páginas: 144
  • Edición: 1
  • Encuadernación: Rustica
  • Dimensiones: 22 x 15 cm
  • Idiomas: Castellano

Una persona a la que me unen vínculos familiares me devolvió una vez con indisimuladas muestras de indignación todos los libros que le había prestado. "¡¿Por qué me dejas libros tan tristes?!", dijo. No pensaba yo que el conjunto mereciera tal adjetivo, para mí no descalificatorio, aunque pudiera achacársele a alguna de las novelas, pero al comprobar la animadversión de mi consanguíneo por tales lecturas, le dejé otras que juzgué alejadas de tal, para él, improperio. Me fueron devueltas con la misma queja y el pariente en cuestión se negó a darme más oportunidades. En su cumpleaños le regalo ropa.

La sorpresa ante la insospechada tristeza de mi biblioteca dejó para mí la reflexión de por qué esta persona era capaz de encontrarla en libros tan radicalmente distintos, entre los cuales había incluso guiones de comedias. Dejando de lado la diferente concepción de tristeza que ambos podíamos tener, me pregunté si era posible, o, lo que es más, conveniente, eliminarla por completo de una obra literaria o artística en general. ¿Existe alguna en la que no haya, pretendidamente o no, una historia, un personaje, una conversación, una palabra, una letra triste?: aparece hasta detrás de un cómico comiéndose un zapato, colgado de un reloj o de un afásico que utiliza una bocina para comunicarse.

Algo similar ocurre en la novela de Kjersti Skomsvold, que comparte con el cine mudo un inquietante y delicioso rasgo: esa comicidad disparatada y traslúcida a través de la cual puede vislumbrarse la amargura.

El material de la historia, expuesto en crudo, es carne de drama, o incluso en manos torpes o perversas, de dramón: una mujer enviuda y se queda completamente sola. No le queda más familia y, como consecuencia de la timidez patológica que le hace entrar en pánico cada vez que atisba aunque solo sea la posibilidad de interrelacionar con otro ser humano, no tiene amigos, ni tan siquiera conocidos. A lo largo de su vida, para no desvelar más de la cuenta, diremos que ha practicado múltiples grados y tipos de soledad, incluidas las modalidades de grupo y de pareja, pues su marido también le ha suministrado sus particulares dosis de recuerdo. Ahora su única compañía, aunque imperfecta, la ha dejado. Teme, más que su propia muerte, el hecho de no quedar en el recuerdo de nadie. Busca respuestas, soluciones, con el excesivo tiempo para pensar de los introvertidos, en un mundo que se revela capacitado para ignorar  las súplicas de una víctima que ha conseguido escapar del lugar donde ha permanecido secuestrada durante años. Supongo que les suena.

Sin embargo, desde el comienzo de la novela sabemos que el propósito de la escritora se aleja de la lágrima fácil: nos habla una voz, la de Mathea, que va a cargar su historia, aunque parezca imposible, de humor, y con ello no quitará importancia a los grandes temas que hilan la novela –la soledad, la muerte y, por lo tanto, la vida-, sino que los tratará de un modo que se han ganado a pulso. Y qué quieren, si vienen provocando. Humor irónico, satírico, burlesco y, sobre todo, humor absurdo de una reina – por egocéntrica y narcisa, no olvidemos que se trata de una tímida – que ha descubierto que ella también tiene que morir.

Humor, en ocasiones, intencionado -no en vano la protagonista pretende ser recordada como la mujer más graciosa del mundo- pero las más de las veces involuntario, únicamente percibido desde fuera, lo que acrecienta la comicidad de la situación y el personaje y, por paradójico que resulte, su lado melancólico, la capacidad para conmover al lector sin sentimentalismos. Esto resulta extraño si se tiene en cuenta la reflexión de Henri Bergson de que el humor va dirigido a la inteligencia pura, requiere una anestesia temporal del corazón, mientras que la poesía tiene como meta la emotividad. La obra de Skomsvold provoca la risa y la sonrisa pero no deja de conmover, quizás porque el humor no es puro, provocador de carcajadas, sino velado por ese sinsentido que lo poetiza.

Porque hay poesía en esta obra: una que no nace de efectismos perpetrados al lenguaje, sino del lirismo de la mera acción descrita sin aderezos, de la condición y características de los personajes y lugares acertadamente escogidos: “Mentiría si dijera que no tengo la esperanza de encontrarme con el hombre sin reloj en el camino”. Es en los momentos más dramáticos donde cobra más relevancia este recurso: la narración, subjetiva per se, pues se realiza en primera persona, casi se objetiviza, se pega a la acción de tal manera que parece que la historia nos es contada por un observador externo, y con ello se hace más terrible, pues lo que perturba queda solo, sin que podamos recriminarle artificios ni mentiras.

En conclusión, ha construido Kjersti Skomsvold, con su primera novela, ganadora de diversos premios y traducida a diez idiomas, una obra que remueve inteligencia y emotividad, porque hay una parte de la vida de Mathea que no podemos achacarle a su excentricidad ni a su enfermedad y es la parte de vida que nos toca y nos espera. Una historia triste, como diría mi querido pariente, al que tendría que dar la razón. Hilarante y triste. Hermosa y triste.