En su novela "El hijo de Gutemberg", Borja
Delclaux se sirve de la historia de dos personajes en torno a unas pantuflas
para indagar acerca de un posible sentido de la vida a través de la risa y el
dolor. Dos conceptos no tan lejanos, como él escribió en su primer libro:
" Todo aquel que ha sufrido una operación de estómago sabe lo que es
decir: sólo duele cuando me río".
"Padre nuestro que estás en
los cielos, ... quédate ahí". Así comienza la oración de Jacques Prévert
que se reza en una de las reuniones Dadá de la novela y que bien podría haberse
aplicado al conocer el fallecimiento de este prometedor autor en 2006, con tan
solo cuarenta y ocho años y dos obras en el mercado. Este "Papaíto,
déjanos en paz" -por expresarlo de un modo educado- marida perfectamente,
en este literario caso, con el manido e hiperbólico "Siempre nos dejan los
mejores". No es que uno desee que desaparezcan de este modo los menos
talentosos, pero la calidad de la poca obra publicada -y filmada- de Borja
Delclaux nos permitía jugar con inteligencia a los augures y esperanzarnos, en
cuanto a la literatura española actual, respecto al desarrollo y buen trabajo
de suertes sin trillar. No en vano fue el ganador del I Premio de Narrativa
Lengua de Trapo -audaz y atinada editorial que no se arredra ante los riesgos
de lo nuevo- con Picatostes y otros testos, obra de difícil si no
imposible clasificación (mezcla de aforismos, máximas, recuerdos, reflexiones,
etc.), que hizo que le emparentaran con una posmodernidad calibre Vila-Matas.
En El hijo de Gutenberg, novela en toda regla, la originalidad no falta,
sin embargo se amasa con otras artes distintas al amalgama de géneros.
"Nosotros nos quedaremos en
la tierra, que es tan bonita", continúa la imprecación de Prévert. Puede
pensarse que para aceptar esta parte de la blasfémica plegaria hace falta
forzar las máquinas, meterle la quinta al mecanismo de negación, a la facultad
de la ironía -o incluso del sarcasmo- o al grado de aceptación del mejor de los
filósofos. O ser dadá, surrealista y/o estúpido. Quizás inteligente o quizás
haya que cambiar el adjetivo "bonita" por uno no tan preciosista pero
sí positivo o al menos esperanzador. O solo consolador. Estas posibilidades y
otras, engañosas o aparentemente acertadas, por ese orden, se encuentran en la
novela, donde no se busca tanto una imagen estética de la vida como cierto
sentido. "ESCUCHO a alguien
lamentarse de que la vida no tiene sentido, como si acabara de enterarse, como
si fuese noticia" era uno de los picatostes del primer libro de Delclaux.
Habrá, entonces, que construir ese sentido, o abandonar esa quimera y en vez de
buscar un significado encontrar un valor -y afortunado sea el que lo haga-y
perseguirlo por medio del sentido de las acciones, que se acercarán más a él
nunca por medio de la mera razón sino mediante la intuición o el impulso, como
en el caso de los protagonistas de la novela. Siempre de la mano de lo que la
gran dama estadística calificaría como absurdo, y que en realidad puede
resultar de lo más sensato.
Comulguemos o no con el espíritu de desenlace de la novela ante tal
disyuntiva, lo que es seguro es que tanto en el desarrollo como en el fin queda
un gran espacio abierto para la reflexión: ante unos únicamente en apariencia
fáciles construcción y tratamiento, sin exhibiciones megalómanas de
pretensiones de profundidad -lo que se agradece- se escarba en la llaga de
palabras capitales: vida, muerte, consuelo, amor, amistad, arte, rebelión.
Para tan nobles fines Delclaux utiliza dos personajes lo más alejados
posible de la épica: un administrador de fincas y un contable. Sería complicado
encontrar dos profesiones más
retadoramente grises para construir una historia tan imaginativa como la que
Delclaux, a partir de un material tan rutinario, consigue.
Estos personajes, que ya se conocen en el ámbito de sus trabajos
oficiales, el de la seguridad y la cómoda modorra de las cifras que cuadran, se
redescubren en un entorno insólito: una reunión Dadá que celebra la muerte del
dadaísmo, la rebelión, el cuestionamiento de todo, incluso de Dadá. Y lo hacen
a partir del momento en que ven al otro mirar algo que creían imposible que
pudiera captar su atención: unas pantuflas. Estos seres con calcetines voluntariamente
desparejados, con colores que ni siquiera combinan, se cruzan -pues Dadá es una
vida sin paralelas-, y sin recurrir al ajado mito de las mitades que se buscan
y al encontrarse se complementan, podría concluirse que dos enteros en latencia
se reconocen, se contemplan como espejo o alter-ego -ocurre literalmente al
principio de la narración- capaz de comprenderles y de suministrarles los
elementos de los que carecen, o al menos ayudarles a encontrarlos, y gracias a
ello pueden avanzar y encontrar un sentido - o un valor -al camino que cada
había iniciado por su cuenta aunque sin saber por qué. "Cómo podríamos
conocernos si no fuera por los otros", alguien, más o menos , dijo. Y uno
de los personajes lo remarca: "Solo no entro, pero acompañado me crezco."
Para lograr sus fines Borja Delcraux se sirve magistralmente no sólo de
sujetos sino de objetos en una sucesión de perfectos correlatos e incluso de
intervenciones directas, como un hilarante pero significativo diálogo entre un
par de pantuflas. Objetos, pues, con vida, en este Cascanueces para adultos con
otras reminiscencias hoffmanianas ( un terrible hombre de arena en forma de
linotipia) e incluso hebreas (un gólem nacido del metal) pero con visos de
bondad o, al menos, con el cuestionamiento del teatro del absurdo, que trae a
los monstruos a un nivel que no puede ser más real.
No cabe olvidar, por otro lado, el universo dadaísta que acontece
explícita e implícitamente en la novela: ¿y qué es Dadá? Ni Tristan Tzara pudo -o
quiso- definirlo, lo que la convierte, entre otras razones, en una buena imagen
de la vida. Dadá no es nada. Dadá lo es todo. Dadá va contra todo, incluso
contra Dadá. Es el replanteamiento continuo, lo mismo y su contrario. Es algo,
desde luego, difícil de aprender y, lo que es muy relevante en esta novela:
"la danza de los impotentes de la creación".
De este modo, con la seguridad de un ejecutor que necesita pocas balas,
Borja Delclaux acierta con los recursos estrictamente necesarios, sin miras
mayestáticas o efectistas, en esta novela prácticamente redonda, a la que se le
puede reprochar muy poco: en los primeros diálogos entre los dos personajes
protagonistas las intervenciones se confunden, la forma de expresarse no define
los diferentes caracteres y, por otro lado, en la estructura en tres parte se
asigna demasiada extensión a la segunda, correspondiente a la explicación de la
vida de uno de los dos personajes, con lo que en conjunto parece que se le da
más contundencia de la debida.
Al margen de esto, nos queda,
en suma, una obra de alto nivel de un talento al que se le truncó la posibilidad de alcanzar mayores cotas y que ya en su primer libro
intuía dónde estaba: ""La vida es una pastrafola", leo en un
grafitti del metro. No tengo ni idea de lo que significa, pero tengo la
impresión de que por ahí van los tiros".
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