La piedra y la letra
“La
zanja”
Nuria
Ruiz de Viñaspre
2015
Colección
Calabria Poesía
Editorial
Denes
XII
Premio César Simón de Poesía, organizado por la Universitat de València,
Vicerectorat de Cultura i Igualtat en colaboración con el Ayuntamiento de
Villar del Arzobispo
“Ando buscando el lenguaje en lo
que antes era la casa del lenguaje. La casa se ha volado”, dice uno de los versos de “La zanja”. Si imaginamos el lugar que deja una casa al desaparecer,
puede que pensemos en la tierra llana. Sin embargo, bajo una casa volada el
nivel del suelo quedaría por debajo del resto: ahí estaría el espacio que alojó
los cimientos, la zanja cavada para contenerlos. Vacío, o conjunto de vacíos, rectangulares,
estrechos y alargados, que remiten al hueco
dejado para la tumba.
“Zanja” es ruptura y
contundencia. Final seco, separación, hueco, obstáculo en forma de abismo de
tamaño animal que incita al salto o, escondido para el ojo, propicia la caída
inesperada: trampa de cacería. Trinchera que oculta y/o se convierte en fosa.
Es ausencia de tierra retirada por la mano del hombre, que puede retrotraer a
todas las connotaciones negativas anteriores, pero zanja es también terreno
abierto para canalizar el agua, para defender el campo, para enterrar semillas,
para asentar los cimientos de la nueva casa. Zanjar es concluir, pero abrir
zanjas es empezar. Palabra terminal y de comienzo, pues, la elegida por Nuria
Ruiz de Viñaspre para titular este poemario que es pérdida siempre abrupta de
lo amado, fagot y fiera: “cuando lloro soy fagot y cuando amo fiera”,
a la vez soterramiento y laguna de materia que un día estuvo. Lugar volado,
canto, dolor y grito en forma de pregunta. Duelo en que se baten el estatismo y
el deseo, el paroxismo y el anhelo de alivio, de conocimiento de la zanja para
la salida de esa falta de tierra, de mundo, de lenguaje:
“hay un mundo nuevo dentro de la zanja
trinchera que esconde guerreros de un ayer vencido
más arriba ha crecido algo
es un dios minúsculo que con obsidianojo nos pregunta
(…)
¿cómo escurrir el bulto que deja el hombre en la fosa?”
La zanja es más que vacío, pues está enmarcado. Por todas
sus caras menos una, lo realza y limita la tierra, idéntica materia a la de lo
arrebatado, y por ello memoria. La zanja es horror vacui:“Aristóteles
dos puntos: dime ¿es verdad que la naturaleza nunca deja un sitio en blanco,
sino que evoluciona para comerse el vacío?”, necesidad de elemento para llenar la
nada provocada por el desahucio inverso −la casa se va,
el inquilino queda−, en este caso amoroso, pero
extrapolable a cualquier realidad que
implique muerte propia y avance imperturbable del mundo: “Todo se ha
desintegrado. O, por el contrario, nada se ha desintegrado, excepto yo, que me fui
junto a ese ciervo”.
No se queda la autora en ese cariz de exterminio de la
zanja, sino que, como se ha dicho antes, trata también su aspecto de de
creación, y entre ambos extremos retuerce, metamorfosea el término, la forma de
la zanja para utilizarla en tantas realidades como cavidades muerte o vida le
son necesarias; y de ese modo llega con especial hincapié al memorial de la
pareja, y con él al sexo, y zanjas son “los raíles de sus brazos”, “el carril
por el que discurría su sexo”, “los trillos de su cuerpo”, “arañazos por los
que se desplazaban uñas”. En este aspecto, recuerda al “And, if you
dare, the fissure!”, de D. H. Lawrence, verso-exhortación lanzado en su
libro “Birds, beast and flowers!”, donde, especialmente en la parte
dedicada a las frutas, esa fisura, hendidura, grieta, era palabra clave, y no
sólo desde de su connotación erótica, sino también como abismo y fuente de
vida, sombra y atrevimiento a dicha sombra, búsqueda voluntaria de descenso a
los infiernos que implica vivir, abrir la mirada, amar “la deliciosa
podredumbre”, y el coraje de ello, como en los siguientes versos de “La zanja”:
“Y
es que en la página no hago pie. Prefiero el vértigo, la braza, el brazo, el
nado y la nada en las aisladas costas. ¿Quién quiere esa arena en los ojos
donde gritan los niños que hacen pie cuyas madres tienen bocas que también
hacen pie y comen enfermos a mordiscos? Hacer pie es llegar sin braza, ni
brazo, ni nado, ni nada. Es detenerse en el vértice de una piscina con
ordenadas aguas entremárgenes.
Prefiero luxar mi cuerpo-silla.”
Así,
el yo poético ordena: “ve, lengua dentro de mi boca, busca el lenguaje en
aquella casa a la que se le han volado todas las sillas”, y se interroga sobre
continente y contenido, grande y minúsculo, permanente y efímero, abstracto y
concreto, banal y esencial, en un momento de “desposesión del lenguaje”, donde
no sabe “leer el mundo”. Complejidad y osadía que trata, como dice la
“zanjapizarnik”, de “Explicar con palabras de este
mundo que partió de mí un ciervo
llevándome”.
La escritura como salvación, pero cómo. No es casualidad que el cadáver que, entrado
el ciervo al bosque, ese
cuerpo que queda “atrás (…) muerto sobre la nieve roja” sea el de Robert Walser,
escritor e incansable paseante que desarrolló en los últimos años de su vida,
al tiempo que aumentaba su delirio, un tipo de escritura, el micrograma, en la
que, abandonando la perennidad de la tinta por lo efímero del lápiz, fue
disminuyendo el trazo de tal forma que se tardaron años en descifrar esas
grafías. Escritura nueva, esencial y minúscula, donde se encontraron sus
escritos de mayor lucidez.
Así en “La zanja”, con un lenguaje sencillo, prácticamente
sin adjetivación, con, fundamentalmente, nombre y verbo, tiene lugar “La vuelta
al yo. Un yo que escribe para lavar a mano las palabras. Palabras pequeñas como
tú”.
En esa pérdida, cuestionamiento y búsqueda de lenguaje, la
autora experimenta, va de los poemas primeros, más articulados, a los últimos,
más próximos al flujo de conciencia. Itera, inventa, cita, utiliza o no las
reglas de puntuación según lo requiere. Sin embargo, esa creación de un nuevo
lenguaje la consigue sobre todo con un
ejercicio de extrañamiento de los imaginarios que emplea, y que es toda
una inmersión terrestre, un remover la tierra, darle la vuelta:
Para
empezar, la autora toma el imaginario próximo a San Juan de la Cruz del ciervo
como amante, el ave, el bosque, la noche −“ese gran buque que avanza y que nos crece por dentro
/ pero crecer duele crecer duele
crecer duele la noche / esa gran gran gran descosida / que parte en dos los
desunidos cuerpos”−
para su amor terrenal y laica divinidad, igual que el ciervo, fauna y símbolo
mítico tanto del cristianismo como de religiones nórdicas, fuerza y fragilidad,
elemento propicio para la zanja, y así abre el poemario con esos “Ciervos en
zanjas”, antes de proseguir con su construcción: Pico,
Pala y Zanja, porque la zanja es dada (“un mal necesario”) y autoconstruida:
ex-
cavo
el poema
No
es el ciervo el único elemento que la autora escoge del cristianismo: su
simbología le sirve a lo largo del poemario para representar ese amor como dios
seglar, con cambio de hábitos, al que clama e irreverencia, y así comienza con
una oración súplica y blasfemia, padrenuestro donde éste es sustituido por el
pájaro litúrgico, suerte de amor y muerte, “rara avis”, gelidez aniquiladora
(que, a título particular, a la que reseña le recuerda al divertimento de
cierta condesa ordenando a sus huestes echar agua sobre el cuerpo de la
doncella a la que previamente había ordenado desnudar en medio de un bosque
invernal, y que Pizarnik, presente en este poemario, también rememoraba: “Hay
un leve gesto final de la muchacha por acercarse más a las antorchas, de donde
emana el único calor. Le arrojan más agua y ya se queda, para siempre de pie,
erguida, muerta....”). Se venera al ave Eros-Tánatos: (“santas heladas sean tus
alas”) con el absurdo de suplicar al abismo que nos libre del abismo y la
revelación de loar al horror como a la gloria y de identificar ese
ave-muerte-amor sustituyendo los siglos por los ciervos y el así sea por una
exhortación a amar: “por los ciervos de los ciervos, amen”.
Sin
embargo, la autora no se queda en ese universo místico, sino que lo trae a
altura cotidiana, en este caso urbana, nos lo acerca. En el tercer poema, ya
leemos que “Acabo de ver un ciervo en una parada de autobús” y que “Un ciervo
se ha estampado en mi bolso”, y esto, que es en parte ironía y en parte terror
por proximidad, consigue que lo que podría ser absurdo −y tiene parte de absurdo, pero inevitable, existencial− sea una invasión de
realidad: “Ahora la ciudad se acerca. La ciudad es inconmovible”. Llegan la
zanja urbana, la excavadora, el desguace, el vertedero: “Al lado del lavadero
donde no había amor había un desguace. En el desguace no había amor”.
Hay,
pues, fuerte presencia tanto de la naturaleza como de la urbe, contrapuestas o
dándose la mano: en cuanto a la primera, los cuatro elementos se manifiestan.
En especial, la tierra, materia de zanja, pero también el aire −vacío de esa zanja y por
otro lado, movimiento, mundo, exterior que continúa al margen de lo humano y de
su estado, dios indiferente: ““Soy una cosa en manos
de lo aéreo que ve disconforme cómo el mundo va moviendo ficha desde su
estática mirada”−,
el fuego destructor y creador: “cómo apagar la llama que antes encendía cuerpos
y ahora los abrasa” y, por encima de estos dos
últimos, casi con idéntico protagonismo a la tierra, el agua, en su faceta de
hielo y en la de mar, con el barco como figura destacada del relato donde el
destino inevitable ocupa un lugar protagonista y la nave es definida por su
deriva y por el peso de su carga:
“un
mal necesario
¿adónde
vas?
a
Groenlandia”,
“y
el hielo es-clavo
y
sólo quería correr hacia el clavo
conocido
calor junto a mi cruz
y
esta nostalgia y este paréntesis y parestesia
país
donde mis zapatos son dos palabras
[iceberg]
que
pesan mil veces el peso de mi peso
dos
buques de guerra en alta mar
allí –a solas- donde todo se aterra”.
El agua entroncada con la tierra y peso del buque que, ya
sea dolor, culpa, atrevimiento o ignorancia, tiene su equivalente, símbolo, en
cada confesión o relato mítico: así, en los anteriores versos, la carga cobra
la forma de la imagen cristiana del clavo, de la cruz, pero en otros versos
toma la de la piedra, roca, del mito griego, y es repetición cíclica del
castigo a la espalda, lugar de la atadura para el suplicio merecido como
respuesta divina al reto lanzado por el humano al dios (llámese dios, llámese azar, llámese vida,
llámese x). Piedra que también es reiteración en cuanto al gemido iterado de la
especie humana: “Al pie de la petra o al pie de la letra”: “escribir es
entregarse a lo interminable de escribir es entregarse al interminable memorial
que hay en toda acción de escribir”.
Desafío a la divinidad, pretensión de inmortalidad, que casa
perfectamente si se vuelve a los mitos del mar, a la maldición del barco y su
imposibilidad de regreso a cuenta de un dios airado. Sin necesidad de
remontarse a Ulises, mucho más cerca está el viejo marinero de Coleridge. Es
también, en principio, amor a la belleza, y luego absurdo y ave muerta, carga
que lleva a la deriva, a la locura, al estatismo, al hielo, en este caso antártico, antes de la
vuelta y del relato. Es también búsqueda de mapa.
Y en esta búsqueda, que lo es de lenguaje
(mundo, yo), éste nunca se da por sentado, sino que se rechaza, ensalza,
vitupera, ridiculiza, desea, etc. Es de destacar que se parte de una oración
donde se suplica a la deidad-pájaro “líbranos del bla”, y que se termina con un
poema donde se dice:
pero mi cuerpo
pero
tu cuerpo
pero
bla
bla
bla
y otro poema escrito, literalmente, en el
margen, que vuelve a interrogarse sobre la utilidad de la escritura. A pesar o con todo, el poemario, en cuanto tal, es
respuesta irrefutable a esa continua puesta en duda del lenguaje. La palabra,
al fin y al cabo, se crea, se dice, y supera con creces a la mera queja inane,
a lo que sería un perpetuarse en la zanja. Quizá la utilidad de la palabra
yazca, como en el caso del viejo marinero, en el relato de la historia al invitado-lector
quien, tras escucharlo, se levanta a la mañana siguiente “A sadder and a
wiser man”: más triste y más sabio.