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domingo, 18 de enero de 2015

"Mortífero, ingenuo y transparente", recomendado por la Asociación de Editores de Poesía

 
“La autora juega con las contradicciones más sublimes y asombrosas, sabiendo que a la poesía le gustan los extremos que al juntarse estallan como aerolitos en el cielo del alma y en el del paladar.” Son palabras que pueden leerse en el prólogo a Mortífero, ingenuo y transparente, de María Solís Munuera (Madrid, 1976); palabras del escritor Jesús Ferrero, quien califica de “abisal” a este, en puridad, primer poemario de la autora, tras la previa aparición de un cuaderno denominado Hordas (2011). Precisamente “Hordas”, junto con “Banquete” y “Río”, conforman las secciones de este nuevo y tripartito poemario, que nos descubre plenamente a una voz de imaginación fortísima, bien afinada en una personal conjunción de surrealismo y expresionismo –el poema titulado “Hotel” se antoja, al respecto, un “tour de force” en sus escenas sucesivas-, pero capaz también de conciliar tradición y modernidad hasta extremos de raro virtuosismo, como el que demuestra el delirante soneto “Pavo real”.
 
Suerte de “suite” caleidoscópica en la que el sujeto lírico se diluye en aras de una visión múltiple, y en absoluto unívoca, de la realidad, el animal “mortífero, ingenuo y transparente” encarnado por la medusa se convierte muy pronto en símbolo de una totalidad contradictoria, peligrosa aunque sutil (“pero el mar son espasmos de medusa”), reflejo ineludible de la condición humana, que conduce a inesperados vértigos –atención a “Santa Úrsula en el supermercado”-, o a una iluminación tan contundente como la de “Desahucio (o piel)”: “Mi piel nació conmigo y conmigo se estira. (…) Prefiero aventurar que me aventaja, ella crece / y tengo que esforzarme / para estar a su altura. / Se cansará de todo antes que yo”.
 
 

domingo, 19 de agosto de 2012

Pavo real





Mamá ha metido espejos en el pavo.
Vomitaría, si estuviera vivo.
Muerto, calla y digiere. Fiel. Lascivo.
No, hija, si cae sangre, yo lo lavo.

El pájaro pasea su gran rabo.
Le gusta mirar lento como un divo.
Mientras cuelgo mi foto en el tiovivo
de reflejos fijados con un clavo

mordisquea la carne que me escuece
en la boca repleta de cereza
que al derramar el vino lo engrandece.

Su mano, entre la almohada y mi cabeza,
cuando duermo despacio se estremece.
No quiere que distinga la belleza.